Meky o la triste y cruel realidad
Pedro Vargas

Empezó desde muy temprano y ya era media mañana, y seguía con la misma matraquilla: ¡vete preparándote, muchacho, que se te va a hacer tarde! Pero es que mi madre era así; cuando tenía algo que hacer, la noche anterior no dormía y se levantaba de madrugada a prepararlo todo.

El caso es que la susodicha preparación consistía en meter un poco de ropa en una bolsa y nada más; pero, para mi madre, tenía que estar lista cuatro o cinco horas antes de que llegase el coche.

El coche, era un coche pirata y el viaje era al sur, a Tijoco, el pueblo donde nací. No llevaba sino dos o tres años viviendo en Santa Cruz y, como todavía añoraba el pueblo, las vacaciones de verano me las pasaba allí.

Al mediodía llegó el coche, que venía atestado como siempre. Me metieron en medio de dos señoronas gordas y sudorosas, y enfilamos hacia la carretera del sur y sus infinitas curvas; me esperaban cinco horas de vaivenes, con las gordas estrujándome en cada curva. En la última parte, la carretera estaba sin asfaltar y un polvo blanco, finísimo, se metía por todos los rincones, resecando narices y ojos.

Llegamos al fin y, después de despegarme de una de las gordas, a la que estaba soldado por el sudor y la tierra, tuve que caminar un par de barrancos para llegar a casa de mis primos. La primera en salir a recibirme fue Meky, la cariñosa perrita de mi tía, que con sus saltos y lametones, hizo que me olvidase de las penurias del viaje.

¡Qué lejos estaba de pensar entonces que, en esas vacaciones, iba a tener una de las experiencias más horribles de mi vida!

Con mi primo Luis y la fiel Meky, llevábamos todas las mañanas las cabras al campo; y ahora, recordándolo, me hago esta pregunta: ¿qué es lo que comerían esas cabras?; porque, en el sur y en pleno mes de Julio, encontrar algo verde se me antoja una utopía. Pero, el caso es que nosotros las sacábamos cada mañana. Por cierto, que había una, negra, que al parecer yo no le debía caer muy bien, pues cada vez que me veía cerca, se me abalanzaba, la maldita, con los cuernos por delante intentando toparme; pero ahí estaba Meky para defenderme, ladrando y mordiendo las patas a la dichosa cabra.

Una semana más tarde, mi tía y su familia se mudaron a una casa en una finca de tomates, para trabajar de aparceros durante la zafra. Un día, durante los preparativos de la mudanza, oí a mi tía hablando con Luis, de una manera un tanto misteriosa, como intentando que yo no me enterase; lo único que pude entenderle fue que tenían muchos perros, puesto que Meky había parido el año pasado y ahora había cuatro en la casa.

En esta nueva casa, mis ocupaciones cambiaron: pasaron de las cabras a los tomates. Iba por las mañanas a las plantaciones a recolectar los maduros y a comerme alguno que otro que, por cierto, estaban deliciosos; pero lo más que hacía era jugar con Meky entre las tomateras.

Por las tardes íbamos todos a un gran salón donde se empaquetaban los tomates. Todavía recuerdo, con gran nitidez, el olor tan especial que había en aquel salón; era una mezcla entre el aroma de los tomates y el de la madera de las cestas donde se empaquetaban; me gustaba mucho ese olor y el ambiente que había allí.

Una tarde, después de oír otra vez a mi tía hablando con Luis, de la misma forma misteriosa, me dice mi primo que le acompañase a la antigua casa a buscar algo que no recuerdo ahora. Me extrañó mucho que Luis se empeñase en llevar a Meky, ya que a él no le gustaba demasiado; pero, por supuesto no le dije nada, ya que yo estaba encantado que la perrita viniera con nosotros.

Cogimos un camino que pasaba junto a un barranco muy profundo, que no era el habitual, pero Luis me dijo que era un atajo y que por allí se llegaba antes. Cuando llegamos a la orilla del barranco, mi primo llamó a la perrita, que fue corriendo hacia él, muy obediente como era siempre. La cogió en brazos, y pensé que lo hacía porque tenía miedo que se cayese al barranco. Se acercó a la orilla, con ella en brazos, y…. ¡la lanzó al vacío!... ¡Dios mío!...No soy capaz de reflejar en un papel lo que pasó por mi cabeza, por todo mí ser, por mi alma, en aquel momento. Me quedé paralizado, mudo; se me abrió el mundo en todo su crudeza… se me fue la inocencia.

Pero todavía hay más. Debajo de la orilla había un saliente rocoso, y Meky se pudo agarrar a él; la pobre perrita empezó a subir hacia la orilla, con los ojos desorbitados por el pánico, ¡nunca olvidaré esa mirada!, y llegó arriba. Pero Luis la cogió de nuevo y, esta vez la lanzó más fuerte, cayendo definitivamente al vacío.

Tenía nueve años cuando pasó esto, han pasado más de cincuenta, y todavía tengo en mi cabeza y seguiré teniendo, mientras viva, el interminable alarido de mí querida Meky cayendo por aquel barranco y el horrendo golpe final.

Copyright © 2010 Pedro Vargas. Reservados todos los derechos.
Diseño de la página y revisión del texto, Paulino Alonso Panero.
Última revisión: 27-06-2012.
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